Mi cuenta

Las notificaciones están bloqueadas. ¿Cómo desbloquear?

Mi cuenta

Las notificaciones están bloqueadas. ¿Cómo desbloquear?

Uno de los problemas de hacerse mayor es que acabas contándole cien veces las mismas cosas a las mismas personas. Los más cercanos a mí saben que el primer musicasete (repito, “hacerse mayor”) que elegí y compré con mis ahorros fue el de The Communards (está mal que yo lo diga, pero tengo un gusto exquisito). Tommy N’Kono me cogió en brazos en los jardines de Méndez Núñez siendo yo un querubín rubio durante aquel verano del Mundial 82. Una vez, saliendo del instituto, vi a Mauro Silva en la plaza de Pontevedra rodeado de niños al lado de uno de los antiguos buzones amarillos de Correos y me impresionó descubrir que no había diferencia fisionómica entre el mejor centrocampista que yo haya conocido y aquel armatoste de hierro, dos masas inamovibles. El único autógrafo que pedí en mi vida fue a Paul Weller cuando paseaba anónimo un carrito de bebé por la calle Real, extrañado yo de que mis convecinos no detuvieran enfervorecidos al compositor de “That’s Entertainment”.

Un solo autógrafo. Y es que siempre he procurado contener la mitomanía por más que admire a un montón de personas, siempre por lo que hacen, no por quiénes son, ya que saber quiénes y cómo son realmente no es asunto mío. Ya dijo Fernando Fernán Gómez aquello de “¡No necesito su admiración!”, una afirmación que sería tomada por chaladura en esta época de influencers y monetización de la atención ajena. Axl Rose se contoneaba por el escenario con una camiseta con la leyenda “Kill your idols” sobre la faz de Cristo hasta que años después, por desgracia, Kurt Cobain se lo tomó a la tremenda tras verse convertido en uno. Creo de verdad que todo el mundo, aunque aspire a la fama, quiere vivir como gente corriente, que cantaba Jarvis Cocker.

Y resulta que el otro día vi a Yeremay Hernández Cubas en el McDonald’s de Agrela.

Era domingo por la noche, levanté la mirada y sucedió que estaba yo cenando un sundae (cada cual sobrelleva la llegada del lunes laboral como puede) a pocos metros del astro del Deportivo. Yo, que soy un paisano de mediana edad, con el heladito en la mano y, sin poderlo controlar, con la sonrisa de un bobo, como si me hubiesen dado un juguete con el menú infantil. Yo, contento por ver al chaval de cerca horas después de haber compartido otro espacio con él, Riazor, solo que un poquito más lejos. Yo, aún sobrecogido con el recuerdo de ese gol memorable al Almería, de ese póster perfecto que gana prestancia por la belleza de la camiseta 10 con las mangas largas. Yo, un poco turbado todavía por el gesto de los 35 millones que no lo movieron de un campo que señalaba tras besar el escudo. Yo, fan.

A mi espalda cuchicheaban tres veinteañeros que habían también reconocido al muchacho más querido por toda la hinchada. Alguno más habría en la sala un poco impresionado por encontrarse allí hecho carne, entre mordisco y mordisco a las patatas fritas, al joven que dibuja parábolas que, vistas a través de la televisión, uno sospecha si no las habrá creado la inteligencia artificial.

Él se marchó antes. Yo no me levanté del asiento como sí lo hice en el estadio para llevarme las manos a la cara durante veinte segundos cuando marcó. No le pedí un autógrafo a Yeremay porque, volviendo a lo de antes, sé que no necesita mi admiración. Pero la tiene.