
A finales de los 80 tuve la oportunidad de ir por primera vez a Eibar. Recuerdo que tomamos un avión de Iberia (en Alvedro entonces predominaba la presencia de Aviaco) que tenía como destino Frankfurt, con escala en Bilbao.
Bajamos en Sondika, alquilamos un coche y nos fuimos a recorrer los cincuenta kilómetros que nos separaban de la villa guipuzcoana. Hicimos el trayecto por la mañana y llegamos a las orillas del Ego que poco más allá desemboca en el Deva, río más conocido. Y lógicamente buscamos para comer, que era hora.
Entramos en una especie de caserío de piedra que tenía muy buena pinta, y no dudamos ni un instante en pedir gran parte de la carta. Habíamos madrugado. Todo muy de la “nouvelle cuisine”. Estábamos cerca de Francia. Me explico: comenzamos con paté de txangurrro y unas gildas, probamos el bacalao y no perdonamos el chuletón (de vaca o de buey, que para el caso es parecido). Pero de lo que me acuerdo con más cariño fue del postre. Por primera vez en mi vida comí “tejas”. Ya saben, de almendra y que se les daba la forma sobre una botella. ¡Qué ricas!
Y con el estómago agradecido, salimos del típico restaurante para ir a Ipurua. En el cruce comienzan a pasar furgonetas de la Guardia Civil. Sitúense: hace casi 40 años y zona especialmente activa de ETA en el País Vasco.
Pasaron no menos de una docena de vehículos de la Benemérita y a la primera que puedo salgo del cruce y veo por el retrovisor que vienen otras tantas furgonetas como las que iban delante. En el coche, junto a mí, los compañeros periodistas Mallo y Naya. O sea tres personas en el coche.
¿Quiénes eran tres antes —ahora son 80—?: El trío arbitral. Todos pensaron que éramos nosotros. Aparcamos y los guardias civiles nos hicieron mover el coche y nos acompañaron a la puerta del estadio, por si acaso.
Ocurrió en un paraje entre montañas y paisajes maravillosos en el que volvemos a jugar esta tarde.
